- Cuarto Domingo de Cuaresma – Ciclo B. Domingo, 10/marzo/2024
- Juan (3, 14-21). Jesús habla del amor de Dios
«Todo el que obra perversamente detesta la luz y no se acerca a la luz, para no verse acusado por sus obras. En cambio, el que realiza la verdad se acerca a la luz, para que se vea que sus obras están hechas según Dios».
Una de las experiencias más primigenias de nuestra vida es el temor a la oscuridad. Cuando todo es penumbra, se despierta en nosotros sentimientos de incertidumbre, inseguridad, miedo o desconfianza, porque no podemos guiarnos con la libertad que da la claridad. Cuando somos pequeños, de la oscuridad surgen los monstruos; y de ahí, que quizá más de una vez en nuestra infancia, hayamos pedido a nuestro papá, mamá o abuelos, de dejarnos una luz durante la noche, para así no tener miedo y poder distinguir entre las sombras que nos espantan y las realidades con las que hacemos nuestra vida.
Sobre esta experiencia primordial, el evangelio vuelve muchas veces. Nadie esconde la luz debajo de la cama, sino que la pone en un lugar alto para alumbrar; los discípulos caen rendidos de sueño en medio de la noche, y no son capaces de velar orando junto a Jesús, la luz de sus vidas; y solo la noche conoció el momento verdadero de la resurrección de la Luz de Dios. Luz y oscuridad son propias de la vida del creyente, pues son símbolos de una misma experiencia, la fe como discernimiento entre la vida y la muerte.
El evangelio de este domingo pone en el centro de su anuncio el regalo más grande del Padre Dios, la luz de su Hijo. Dios enciende una luz para todo el mundo, porque lo ama mucho. Todo el plan de Dios está lleno de buenas intenciones y está motivado por la raíz profunda de su amor. Jesús no es la víctima mortal de un padre rencoroso, es el don de lo mejor que Dios es y tiene.
Por eso, Dios eleva esa Luz y la pone en alto. Quiere que alumbre, desea que ningún rincón de nuestras vidas quede en oscuridad; Dios Padre no esconde sus intenciones, no oculta cuál es su salvación. La revela. Su Hijo Jesús es su salvación, por ello nuestra vida tiene un criterio de discernimiento, entre la salvación y la condena. Acoger la luz es obrar según el corazón de Jesús, es seguir el evangelio y pasar haciendo el bien, sin nunca dejar a otros en la oscuridad ni apagar las luces tenues que alumbran sus vidas.
Esa luz revela lo que valen nuestras obras; nuestra misión no es condenar, sino ayudar con nuestras buenas obras a que se no se prefieran las tinieblas ni sus miedos, y que más hombres y mujeres puedan acercarse a la Luz. Quien obra bien se acerca a Dios y a su salvación, porque tanto amó Dios al mundo… que no nos dejó en la oscuridad, ni nos abandonó a nuestros monstruosos miedos de condenación, sino que escuchó nuestra oración: ¡Abbá, deja la luz encendida! Y la encendió para siempre y la puso en alto, para que pudiéramos creer en ella, no perecer y tener vida eterna.
Por P. José Javier Ramos Ordoñez, S.J.