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  • Domingo XX del Tiempo Ordinario – Ciclo B. Domingo, 18/agosto/2024
  • Juan (6, 51-58). Jesús anuncia que es enviado por el Padre
«Yo soy el pan vivo que descendió del cielo; si alguien come de este pan, vivirá para siempre; y el pan que Yo también daré por la vida del mundo es Mi carne».

¿Cuántas veces nos hemos detenido a reflexionar respecto de la importancia del comer? En lo cotidiano se realizan muchas actividades de modo rutinario, por lo que no pocas llegan a perder el sentido y profundidad. Podemos incluso estar tan distraídos que no caemos en la cuenta de la importancia de nuestras acciones aparentemente rutinarias y el impacto de estas para nuestras supervivencia.

En el ámbito de la vivencia de nuestra fe, puede llegar a suceder algo similar. Nos acostumbramos tanto a las rutinas, que descuidamos así la profundidad de la realidad divina que sale a nuestro encuentro para darnos vida. Sin embargo, no todo está perdido, hagamos un espacio de silencio, pausa y reflexión respecto a un tema de trascendental importancia: la Santa Misa.

Para san Ignacio de Loyola, la Santa Misa era el espacio de encuentro íntimo y fecundo desde donde podía abrazar a su Señor. Tanto así, que deseaba celebrar su primera misa en los lugares santos en Jerusalén; al no poder realizarse este deseo, luego de un año, en sus manos vive el misterio de nuestra fe: Cristo le entrega su cuerpo y su sangre dar vida.

En el texto de hoy, Jesús menciona: “Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo; el que coma de este pan vivirá para siempre. Y el pan que yo daré es mi carne para la vida del mundo” (Jn 6, 51). Es Cristo mismo a quien encontramos en el santo sacrificio del altar, es su sangre derramada por nuestros pecados que nos salva siempre y busca así encaminarnos hacia la Resurrección. ¿Estamos conscientes de tan bello momento y de su importancia?

No obstante, acoger este alimento celestial, no puede ensimismarnos, ni encerrarnos. “el que me come vivirá por mí” (Jn 6, 57b). Por Él, para Él, en ÉL; Cristo es el principio y fundamento de nuestras vidas. Y nos llama a compartirla con los demás, a dar vida a los entornos de muerte tan pronunciados en nuestra realidad. El mundo necesita de la vida del Señor, que no cesa de amarnos y llamarnos a abrazar su misericordia.

Aunque algunos podamos llegar a cuestionar esta realidad de fe —la presencia real del Cuerpo y la Sangre de Cristo— haciendo uso de un racionalismo excesivo, el Señor no se cansa de partirse y repartirse para que tengamos vida. De acá la importancia de no normalizar nuestra comunión frecuente con Dios, que se materializa de modo sublime en cada Santa Misa en la que le recibimos. Importante tarea tenemos, pues, al igual que San Ignacio: con devoción recibir a Aquel que nos ha creado por amor, que nos llama a acoger la vida y nos impulsa para que amemos y sirvamos.

Por P. Juan Gaitán, S.J.

Juan Gaitán, SJ

Sacerdote jesuita, nicaragüense por gracia de Dios, de la Provincia de Centroamérica. Realizó estudios en Finanzas, Filosofía y Teología. Nuestra historia es compartida desde el amor misericordioso que el Señor nos dispensa; de allí que, agradecidos, amemos y sirvamos. Las Sagradas Escrituras y la vivencia de la Santa Misa nos fortalecen en la búsqueda de la mayor gloria divina.