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Cuando Jesús resucitado se aparece a sus discípulos, los encuentra encerrados, dominados por el miedo. Jesús no los juzga ni les reprocha. Tampoco se impone desde fuera y los obliga a creer. Al contrario, se hace presente en la noche oscura, entra en la habitación donde se esconden las dudas y los temores, y les ofrece su paz.

Tomás duda porque se siente defraudado, la muerte de su Maestro le provocó una herida que le impide volver a confiar. Igual que Tomás, nosotros también llevamos dentro grandes anhelos que nos impulsan hacia adelante, pero, al mismo tiempo, arrastramos miedos y heridas que nos paralizan.

Jesús no solo no juzga a Tomás, sino que comprende el origen de su desconfianza. Por eso le muestra sus manos y su costado: las heridas que antes fueron signo de dolor y muerte, ahora están resignificadas como señales de alegría y esperanza. Así también nuestras propias heridas no son un obstáculo para creer o amar, sino el lugar donde Dios quiere revelarse y, desde la fe, ofrecernos a una vida nueva.

La invitación de Jesús es clara: «Bienaventurados los que creen sin haber visto». Dichosos los que, confiando en las intuiciones más profundas de su corazón, se atreven a resignificar su pasado, agradecer el presente y disponerse al futuro con alegría y esperanza. Como Tomás, déjate alcanzar por la paz del Resucitado y atrévete a decir desde lo más profundo: «Señor mío y Dios mío».

P. Martín García, S.J.