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  • Domingo VI del Tiempo Ordinario – Ciclo B. Domingo, 11/febrero/2024
  • Marcos (1, 40-45), Jesús cura a un leproso

«Un leproso vino rogando a Jesús, y arrodillándose, le dijo: «Señor, si tú quieres, puedes curarme». Movido a compasión, extendiendo Jesús la mano, lo tocó y le dijo: Sí quiero; sana».

Una de las enfermedades más temidas del mundo antiguo era la lepra, por ser una afección incurable, dolorosa y deformante. En el pueblo judío, el que se contagiaba asistía de momento a la dramática experiencia de una muerte lenta provocada por esta enfermedad, asimismo, el trágico abandono de aquellos que amaba. La familia quedaba destrozada hasta lo más profundo, considerando que no le volverían a ver.

El enfermo veía horrorizado cómo con el tiempo sus extremidades se caían a pedazos o la piel misma iba dejando al descubierto la carne y los huesos. La comezón dolorosa era acompañada por una progresiva fealdad deformante, expeliendo un mal olor como un cuerpo en descomposición. Esto era más que suficiente para que todas las personas les rechazaran y huyeran de ellos, considerándolos malditos apestados.

La ley del Antiguo Testamento ordenaba que todo aquel en que se descubriesen las manchas escamosas o manchas blancas y brillantes debía ser llevado inmediatamente al sacerdote, quien daba el veredicto. Si era lepra, el infectado era expulsado de la comunidad y obligado a gritar que era impuro. Se les daba una campana para que cuando encontrasen un grupo al lado de los caminos la hicieran sonar, y así todos se apartaran o rodearan aquellas temidas moradas. No les era fácil conseguir limosna para sobrevivir.

Era una enfermedad muy contagiosa y las personas eras obligadas a tener que vérselas solas, apartadas de la ternura de la familia del calor del hogar y de los amigos, para morir en la total soledad en rincones apartados en las periferias de las ciudades y caseríos. Pero si esto no fuera poco, la persona debía cargar no sólo los malestares físicos de la lepra y la ruptura familiar y social, sino también con el estigma religioso: que algún pecado suyo o de sus antepasados estaba pagando.

Por tanto, la persona con lepra no sólo cargaba con el peso del abandono y a vagar por caminos áridos, sino que a la vez experimentándose aborrecido por Dios, que era lo único que le quedaba. Y ¡ay de aquel que tocara a un leproso! Es interesante que la experiencia del pecado va ir ocupando en el inconsciente religioso una similitud a la lepra. El pecador debe ser excluido y expulsado de la comunidad de fe o ser restituido si hay sanación y conversión.

En el evangelio de este domingo se nos narra un hermoso episodio de la vida de Jesús, yendo por aquellos caminos de Palestina, un leproso sale a su encuentro. Si contempláramos la escena con todos los detalles, es muy probable que aquel hombre se acercara en pánico, temblando de miedo, pensando quizás que podría morir apedreado por saltarse la ley: no debía acercarse a los sanos.

Se arrodilla ante Jesús y le dice desde lo profundo: “Señor, si tú quieres puedes curarme”. Habría que contemplar la mirada horrorizada de los discípulos, temiendo el contagio y enojados por el agravio legal de este hombre, y, por otro lado, la mirada tierna y compasiva de Jesús, que extendiendo la mano lo toca, horrorizando más aún a sus acompañantes. El Señor le responde con tono amigo: ¡Sí quiero: sana! El relato nos dice que inmediatamente quedó limpio.

Sin lugar a dudas, el evangelista no se detiene en todos los detalles, pero los insinúa: la hermosa alegría que inundó a aquel hombre que no pudo guardar el secreto mesiánico de quién lo había curado. Baste imaginar el reencuentro con la familia y su comunidad, con el calor de su hogar, podría uno intuir en qué consiste por adelantado la alegría del Reino que Jesús anunciaba. Jesús viene a inaugurar un nuevo sacerdocio que no excluye y expulsa, sino que acoge y levanta la dignidad de las personas. Bendice y ama a todos y los invita a participar de la alegría del Reino

Por otro lado, podríamos considerar la importancia de vernos necesitados de la compasión de Jesús para que nos cure. San Ignacio, en los Ejercicios Espirituales, invita en los puntos de la primera semana acerca del pecado a “mirarme como una llaga y postema de donde han salido tantos pecados y tantas maldades y ponzoña tan turpísima” [EE. 58].  Casi nos invita a contemplarnos como un leproso.

En sintonía con el Evangelio de este domingo podríamos intuir, que sólo el que se considera enfermo puede ser curado. El camino de la conversión comienza cuando asumimos con humildad que hay muchas cosas en mi vida que deben ser tocadas, sanadas y cambiadas por el Señor, pero, como el leproso, queda de nuestra parte salir a su búsqueda. El sacramento de la reconciliación en la Iglesia hace posible este hermoso encuentro con el Señor, que abraza y cura toda nuestra verdad.

Por P. Mario Miguel Gutiérrez Cubas

Mario Miguel Gutiérrez Cubas, SJ

Sacerdote Jesuita, actualmente Maestro de Novicios en Panamá. Realizó estudios de Filosofía en UCA Nicaragua, Teología en la UCA de El Salvador, y la especialización en Teología Dogmática y Fundamental en la Universidad Pontificia de Comillas en Madrid, España. El perdón es el rostro concreto del amor, lo reconstruye todo.