- Domingo de Ramos – Ciclo B. Domingo, 24/marzo/2024
- Marcos (15, 1-39). Pasión de Nuestro Señor Jesucristo
«Lo llevaron al lugar llamado Gólgota, que traducido significa Lugar de la Calavera. Trataron de dar a Jesús vino mezclado con mirra, pero Él no lo tomó. Cuando lo crucificaron, se repartieron Sus vestidos, echando suertes sobre ellos para decidir lo que cada uno tomaría. Era la hora tercera cuando lo crucificaron».
El Evangelio según san Marcos hace de preámbulo para dar inicio a la Semana Santa, narrándonos aquella entrada triunfal de nuestro Señor Jesucristo en la ciudad santa de Jerusalén: en la Iglesia, esta festividad la conocemos como “Domingo de Ramos”. Es innegable que este día tiene un sabor agridulce, la liturgia misma es paradójica, celebramos un triunfo con sabor a derrota. Jesús es recibido por los humildes de su pueblo a la entrada de la ciudad Santa, la atmósfera es de alegría y de promesa, pero a la vez la liturgia de la Palabra nos pone a leer su Pasión y su muerte. Un contraste misterioso que sólo tiene sentido en la Pascua de Resurrección.
Esta paradoja nos conecta con la vida misma del cristiano, que transita por ese contraste incomprensible, por un lado, el gozo de participar en la misión de Jesús, y, por otro, el paso inevitable a través de la muerte y el dolor. Ese horizonte que a veces da miedo y que remueve nuestro interior: cuando la enfermedad llega, cuando el sufrimiento nos toca, cuando nuestros seres queridos parten de este mundo, es entonces cuando experimentamos el sabor agridulce de nuestra fe. El Domingo de Ramos es el día del realismo humano, no obstante, no nos sentimos solos, sabemos que Jesús ha transitado este camino en solidaridad con nosotros.
Asimismo, el Domingo de Ramos, a modo del método inclusivo hebreo, que termina por donde empieza, nos da un adelanto de lo que será el final de la Semana Santa: de entrada, la llegada triunfal de Jesús a Jerusalén y al final será la alegría de la Pascua de resurrección, el triunfo del Señor sobre la muerte. Empero, nos recuerda que no hay resurrección sin el tramo oscuro de la cruz y de la muerte, siempre habrá que transitarlo, pero ya no como un absurdo sin sentido, sino en la confianza plena de que lo bueno no muere. En el Señor estos dos polos opuestos de la vida toman sentido: ningún sacrificio hecho por amor será olvidado, está llamado a la eternidad.
“Jesús y los suyos iban camino a Jerusalén” nos cuenta el evangelista san Marcos, dejándonos claro que el Señor no va solo, va con él aquella primera comunidad que le ha acompañado a lo largo de su misión evangelizadora: es el germen de la Iglesia. Ella será testigo de aquellos días recios; comunidad conformada en su mayoría por gente del mundo rural. Jesús atraviesa los umbrales, montado en un animal de carga utilizado por los pobres, trae la salvación germinada no en Jerusalén, sino allá en los rincones lejanos de su país, en las orillas del mundo. Llega con la misma discreción de la Encarnación, sólo percibido y rodeado de los pequeños y sencillos. La Iglesia nunca debe olvidar su origen y renovarse en estos misterios humildes.
Asimismo, pudiéramos señalar dos detalles en esta festividad:
1. Jerusalén representa los mayores miedos de Jesús, sabe que allí padecerá. No obstante, se sobrepone a ellos. Siente una deuda de amor con su Padre, no puede permitir que el miedo, aunque lo sienta hasta los huesos, oculte el rostro de Dios vivo que ama con ternura a sus criaturas, a los pobres y a los pecadores. Su entrega nos devolverá la confianza plena que siempre podremos contar con Dios.
2. Jesús asume la deuda de amor con la humanidad, a lo largo de su misión abrazó con ternura y sentó a su mesa a los pecadores, les devolvió la esperanza de salvación y les hizo experimentar el profundo amor del Padre. Jesús se sobrepone a sus miedos para no fallarles, para demostrarles con su entrega que en verdad Dios los ama.
Por tanto, Jerusalén podría significar el corazón humano al cual el Señor anhela llegar con discreción, y es a través de los pobres, sencillos y a través de aquellos que se consideran pecadores como nos quiere conquistar el corazón. En ellos se nos revela con mayor claridad su misterio. En un borrico humilde lo más sublime se nos ha mostrado. Asimismo, de nuestra parte nos toca peregrinar hacia nuestra propia Jerusalén, donde están nuestros mayores miedos, para morir al hombre viejo y resucitar al hombre nuevo. Acompañamos a Jesús para que entre a nuestra propia Jerusalén, y nos lleve al corazón de Dios que se nos revela como la nueva Jerusalén, que ya se prefigura en su entrada triunfal. Amén.
Por P. Mario Miguel Gutiérrez, S.J.