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La sinodalidad se abre a las otras iglesias cristianas y a la sociedad moderna, pues caminamos hacia el Reino con toda la humanidad. La Iglesia no solo ayuda a la humanidad, sino que recibe ayuda del mundo moderno. Además, la Iglesia es solidaria con los gozos y angustias del mundo actual, sobre todo de los pobres.

Por tanto, la sinodalidad supone no solo oír, sino escuchar las diferentes voces de jóvenes, de mujeres, de ancianos; las diferentes culturas y espiritualidades. La sinodalidad implica una escucha especial de los pobres y marginados que ocupan un lugar preferente en el Reino de Dios: trabajadores en paro, personas migrantes, mujeres y niños abandonados, ancianos solitarios, personas sin hogar, familias desahuciadas, jóvenes sin esperanza y con intentos de suicidio, etc.

El horizonte sinodal demanda hoy más que nunca un constante afectarse por las realidades de sufrimiento y, de ahí, prestar una escucha atenta especialmente hacia los más descartados de la historia: los desplazados, aquellos que salen de su país porque su vida, su seguridad y libertad corren peligro, como pasa con las personas refugiadas en México y que provienen de Honduras, Guatemala, El Salvador, Nicaragua y Venezuela.

El horizonte sinodal que se puede construir con las y los refugiados debe ser uno solo, el cual implica tres fases intrínsecamente ligadas entre sí y que demandan una composición contemplativa del ámbito de los desplazamientos.

1. Participación: Esta fase implica hacernos sujetos ligados a la realidad en la que son partícipes principalmente el pueblo de Dios: laicos, consagrados y ordenados, para ordenar entre todos los mundos rotos que precisamente por estar rotos merecen ser remendados, porque los más frágiles y pequeños de la historia se salen por esas ranuras que llevan a la desolación y al desamparo total.

2. Comunión: La comunión que compartimos encuentra sus raíces más profundas en el amor y en la unidad de la Trinidad. El amor y la unidad cobran su sentido en las primeras comunidades cristianas que “vendían sus posesiones y sus bienes y repartían el precio entre todos, según la necesidad de cada uno” (Hechos, 2, 45).

3. Misión: La Iglesia existe para evangelizar. Su fin no es catequizar sino más bien contar la buena nueva a los que más sufren, especialmente a esos y esas que les toca cruzar las fronteras, esas que se han convertido en las barreras para poner afuera a los expulsados, que no solo son expulsados de un lugar estrictamente, sino de los regímenes de los derechos fundamentales; o esos y esas que les toca cruzar los “muros del agua” del Mediterráneo, el llamado Tapón del Darién y el desierto de Arizona que son las fronteras más mortíferas.

Según la Organización Internacional de la Migración, las fronteras para los migrantes son necrológicas. El siglo XXI evidencia una enorme crisis humanitaria donde se construyen muros, vallas, y boyas, barreras humanas donde se violan los principios elementales de la declaración universal de los derechos humanos. Las medidas de contención e inmovilidad humana tienen consecuencias en los ámbitos de los derechos humanos, en el incremento de muerte, violencias, secuestros y despojo.

En un mundo roto por la injusticia, la criminalización y la violencia, se hace necesaria la construcción de un horizonte sinodal que sea relevante para caminar con el Dios que camina con su pueblo. Jesús nos invita a estar con los más olvidados, descartados y más pobres, para acompañar en sus procesos de una vida digna y convertir la experiencia de amor particular. 

Para seguir las huellas de un Dios que abraza con ternura a los desplazados y desplazadas, es justo y relevante proponernos un proceso sencillo que sea la base y sustento del horizonte sinodal. Este modelo horizontal de acompañamiento se resume como armonía y se alcanza de la siguiente manera: primero se debe proveer la paz, esta lleva a la experiencia de la libertad, la cual ensanchan la justicia, verdad y amor que conllevan y alcanza la armonía que comprende por sí misma: la aceptación, respeto y tolerancia del otro y la otra.

Por Fredy Díaz, S.J.

Fredy Díaz, SJ

Jesuita hondureño (1995). A los 22 años ingresé a la Compañía de Jesús. Mediante la espiritualidad ignaciana me ha enseñado a vivir la fe desde la confianza en Dios, en mí mismo y en los demás. Dicha confianza es el motor que me impulsa a cultivar y cuidar, buscando alabar a Dios a través del servicio generoso a mis prójimos.