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Han pasado más de treinta años del martirio de los jesuitas de El Salvador y de Elba y Celina. Treinta y cuatro años para algunas cosas pueden representar casi nada, pero para otras puede significar una eternidad. Hoy la memoria de los mártires ha pasado a otras generaciones, nuestros pueblos centroamericanos han experimentado fuertes cambios sociales y culturales. Hemos conocido grandes avances en la comunicación y hemos sido testigos de la revolución digital. Nuestra identidad social ha crecido, así como nuestra propia responsabilidad. Sabemos del poder que puede tener la organización comunitaria y somos cada día más conscientes que solo una institucionalidad fuerte y vigilada podrá sacarnos de la ilusión de esperar que un caudillo resuelva nuestros problemas. Treinta años parecen pocos, pero el mundo de hace treinta años en muchos sentidos es un mundo que no existe más.

Y, sin embargo, existen llagas en Centroamérica que en vez de sanar hoy hacen pulular nuevas bestias temerosas, de sangre y de robo. La institucionalidad democrática es todavía débil y nuestros sistemas de justicia parecen ser siervos de la mejor oferta. La Centroamérica de dictadores y Estados totalitarios nos ha vuelto a alcanzar, quizá porque nunca se alejó en verdad, y nuestra esperanza da signos de cansancio y fatiga. Muchos de los que se autoproclamaron “liberadores” del pueblo son hoy peores tiranos que la derecha de los años de las guerras y pareciera que el único camino alternativo fuera la mano dura y punitiva de dictadores influencers. Centroamérica lucha hoy narco-guerras, sufre el éxodo masivo de jóvenes obligados a migrar por la violencia y la falta de oportunidades en su propia tierra. La injusticia y la pobreza fratricida siguen siendo nuestras llagas. Treinta años en algunas cosas pueden representar casi nada, pero para otras puede significar una eternidad.

La memoria de los mártires puede ser todavía hoy fuente de esperanza y luz en medio de nuestra oscuridad. Quisiera mostrar al menos dos caudales de aquella fonte que mana y corre, aunque es de noche. Sin olvidar nunca, a riesgo de la ideologización, que el origen último de aquella fuente es el Manantial de Agua viva que es, al fin y al cabo, lo que nos permite llamar a los jesuitas y a Elba y Celina verdaderamente mártires. Fueron testigos de alguien; murieron como su Señor y su memoria sigue viva en el corazón de su Dios. 

El primer caudal es comunitario, ortopático y físico; es por ello que goza, a mi modo de ver, de un grado intenso de verificación dentro de la realidad. Es la sangre derramada. En aquella sangre derramada, que ya bellamente José María Tojeira calificó de libertad esclarecida, algo importante nos fue revelado. La sangre derramada es un principio de desideologización. Ignacio Ellacuría lo había ya previsto cuando en su ensayo Ideología e inteligencia afirmaba que la víctima visible de la injusticia social era en sí misma un principio de desideologización frente a una estructura ideologizante que permite tal injusticia. No significaba para Ellacuría que el malherido de la historia sea necesario para desideologizar, en una especie de utilización teorética de las víctimas de la injusticia, sino que en su realidad objetiva y subjetiva representan la verdad real del sistema en que viven y mueren. 

En otras palabras, un sistema que oprime y reprime, y que a través de la fuerza y la violencia hace valer una aparente seguridad y justicia, lo que demuestra es su carácter ideologizador. Porque con la apariencia del bien común, de la defensa de ciertos valores nacionales o tradicionales, proclaman su verdad como la única y la auténtica. Un sistema que derrame sangre para su supervivencia es un sistema no solo idolátrico, sino un sistema totalmente ideologizado. La ideologización es un verdadero problema en Centroamérica, porque su mecanismo de acción no es el de la burda mentira, sino el de la ingeniosa confusión publicitaria y argumentativa, basada en el miedo, el rencor y el castigo. La sangre derramada desideologiza porque donde los sistemas corrompidos ven el final de la historia, la realidad muestra su fuerza paradoxal. 

En un bello texto del Apocalipsis (Cfr. Ap. 7,13-17), uno de los ancianos presenta a Juan a los provenientes de la gran tribulación, a los bienaventurados de la cruz. Y de forma paradojal, tan propia de la lógica de Dios, afirma que ahí están los que han lavado sus túnicas y las han blanqueado con la sangre del Cordero. La sangre derramada por la iniquidad de este mundo, a consecuencia de luchar por la justicia, es una sangre que revela la verdad y desideologiza la realidad. Esa sangre no provoca impureza ni mancha, esa sangre reconcilia, acerca a Dios. Ahí queda esclarecida la libertad. 

La memoria de los mártires nos ha de motivar a trabajar por la justicia y la reconciliación, donde nuestra identidad y paz no esté cimentada en la sangre de ninguna víctima. Pero al mismo tiempo hemos de vivir y trabajar de tal manera que ninguna sangre derramada en Centroamérica pueda ser olvidada ni profanada por la ideologización de un régimen o de un sistema que acalla con la muerte, porque es la única palabra ideologizada que conoce. 

El segundo caudal es uno individual, personal, práctico y pasional. La vitalidad de este caudal la encuentro yo en Ignacio Ellacuría y en su incansable búsqueda de voluntad de verdad. He pasado los últimos años adentrándome en el pensamiento de Ellacuría y una de las preguntas más comunes que me suelen hacer es: ¿vale la pena todavía hoy leer a Ellacuría? A esta cuestión siempre intento responder con sinceridad, sin la complacencia de quien no posee un espíritu crítico, pero sin la apatía del desencantado, quien raramente se ha sumergido en el pensamiento ellacuriano. 

Sí, vale la pena regresar y releer a Ellacuría. Porque a pesar de lo que un día me dijo un contemporáneo suyo, cuando yo comentaba que estudiaba a la filosofía de Ellacuría, no basta haber vivido con él para comprenderlo o el haber asimilado alguna categoría suya para leer la realidad histórica. La fuerza del pensamiento ellacuriano no reside en sus resoluciones filosóficas o teológicas. El legado de la teología y filosofía de Ellacuría está en su incesante búsqueda de la verdad real, que no le permitía vivir acomodado a ninguna ideología, por más que esta se disfrazará de la mejor realización histórica.

Ese legado creo que es valioso, imprescindible hoy para Centroamérica y necesario para hacer verdadera memoria de su martirio. No podemos repetir las respuestas de Ellacuría para nuestros problemas hoy, muchas cosas han cambiado y la realidad histórica se nos ha mostrado más cíclica de lo que nos gustaría admitir. Han vuelto nuevas dictaduras, el homo sovieticus desapareció y su leyenda inspira hoy nuevas viejas guerras. La injusticia parece haberse institucionalizado y la crisis medioambiental no es ya un futurible, sino una agobiante realidad.  No, no vale la pena repetir las respuestas de Ellacuría. Creo que el propio jesuita tacharía de ingenua esta postura.

Pero hay algo que sí vale la pena. Continuar su legado fundamental, crítico y creativo. En los últimos años se ha insistido con acierto, a mi modo de ver, que uno de los aportes más significativos de Ellacuría fue el postular una Civilización de la pobreza como alternativa a la deshumanizante civilización del capital. Ahora bien, será siempre bueno recordar que ésta propuesta ellacuriana está planteada desde un trinomio que suele pasarse por alto. No existe civilización de la pobreza sin la promoción del hombre nuevo, y ambas encuentran su fundamento teológico y cristiano únicamente cuando el cielo viejo deja su espacio al cielo nuevo propio de la revelación evangélica.

Olvidar el hombre nuevo (repensar nuestras antropologías) y el cielo nuevo (repensar nuestras teologías) corre el riesgo de reducir a idealismo la utopía histórica de la civilización de la pobreza y es obviar, muy a la ligera, aquello que hace posible un orden económico-social-político-cultural nuevo. A mi parecer, aquí está una nota fundamental del modo de hacer filosofía y teología de Ellacuría: la auténtica ortoteoría y ortopraxis inicia cuando se permite que la realidad se actualice con fuerza de fundamento; cuando se hace opción por una realidad y por un adecuado padecer con esa realidad. Este adecuado padecer es lo yo llamo ortopatía y su actualización se da únicamente por una voluntad de padecer. El páthos no es meramente un sentimiento subjetivo, sino la vinculación real a aquello que nos ha afectado y lo convierte, por tanto, en pasión. El hombre nuevo es aquel que vive apasionadamente la realidad y opta, desde su pasión-padecida y desde la pasión-padente de los otros, y permite que el malherido de la historia se actualice como auténtico lugar-que-da-verdad. La voluntad de padecer es el fundamento último de la situacionalidad ellacuriana, y hace del situarse un auténtico criterio de discernimiento, y no meramente una bandera ideológica. 

Situarse, sin permitir que la ideología se convierta en prisión que oprime la verdad y la libertad. Esa es la actitud propia a la que llama la filosofía y teología ellacuriana. Sangre e ideología pueden ser signos de muerte y opresión, pero pueden ser también oportunidad de reconciliación y justicia. Esta memoria martirial es la que vale la pena ser celebrada hoy.

Por P. José Javier Ramos Ordoñez, SJ

  • Referencias

Aleksiévich, S. (2015). El fin del «homo sovieticus» (1ª ed.). El acantilado: Vol. 324. Acantilado. 

Ellacuría, I. (2012). Ideología e inteligencia. En I. Ellacuría y J. A. Senent de Frutos (Eds.), Serie Derechos humanos: vol. 18. La lucha por la justicia: Selección de textos de Ignacio Ellacuría (1969-1989) (pp. 85–125). Instituto de Derechos Humanos, Universidad de Deusto.

José María Tojeira. (1999). Aquella libertad esclarecida. En J. Sobrino y R. Alvarado (Eds.), Ignacio Ellacuría, «aquella libertad esclarecida» (pp. 275–281). Sal Terrae.

José Javier Ramos Ordoñez, SJ

Sacerdote jesuita, guatemalteco, de la Provincia de Centroamérica. Maestro en filosofía y ciencias sociales, ITESO. Doctorando en Teología Fundamental, Universidad Gregoriana. Resisto en el deseo de vivir al servicio del Evangelio, sueño con una comunidad cristiana de gestos y palabras consoladoras, tan misericordiosa como su Señor.