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De san Pablo se podrían llenar miles de libros, sus escritos han iluminado a cristianos de todos los tiempos, pero esta vez nos vamos a detener en algo muy peculiar: es el único santo de quien se celebra su Conversión, dentro del año litúrgico. Y es que el Espíritu Santo no se preocupa por ocultar las historias vergonzosas ni los pecados de sus elegidos, y vaya que san Pablo sí que tiene cola que le pisen”.

Pablo siempre contaba su testimonio de vida, recordando esos momentos donde era el perseguidor. En las escrituras se nos cuenta que “Saulo vio cómo mataron a Esteban y le parecía muy bien” (Hechos 8, 1). Me queda claro que, aunque la Escritura no lo diga, en algún momento se habrá acordado de Esteban, ese muchacho que condenó, que pensaba que merecía la muerte. ¿Acaso le habrá servido su martirio de inspiración, incluso años después?

Para analizar qué papel tuvo Esteban en la conversión de Saulo, nos ayuda considerar uno de los sermones de San Fulgencio de Ruspe, obispo:

«Y ahora Pablo se alegra con Esteban, goza con él de la gloria de Cristo, con él desborda de alegría, con él reina. Allí donde entró primero Esteban, aplastado por las piedras de Pablo, entró luego Pablo, ayudado por las oraciones de Esteban.

Ésta es, hermanos míos, la verdadera vida, donde Pablo no es avergonzado por la muerte de Esteban, donde Esteban se congratula de la compañía de Pablo, porque en ambos es la caridad la fuente de su alegría».

A veces pensamos que la conversión de algún ser querido se puede lograr con grandes discursos. Pero la verdad es que el Señor solo nos pide dos cosas: Un testimonio de vida coherente con el Evangelio (al menos, luchar por ello) y oración, mucha oración… El resto lo hace Él. Al final, el único que pudo hacer santos a Esteban y a Pablo es Dios mismo. Ni más ni menos.

Esteban es un ejemplo muy claro, él hizo su parte con su oración y dando su testimonio (hasta dar la vida) y gracias a ello, su perseguidor se convirtió en su compañero en el Cielo. ¡Qué cosas puede hacer el Señor si igual que Esteban nos confiamos en su Gracia! Dejar a Dios ser Dios, después de todo.

La conversión es un encuentro con el Señor

En las Escrituras encontramos muchos pasajes que nos hablan de la conversión. Antes de llamar a los primeros discípulos, Jesús hace un llamado: “Se ha cumplido el plazo, está cerca el reino de Dios: conviértanse y crean en el Evangelio” (Marcos 1,15). La conversión que él nos pide va más allá que solo arrepentirse de los pecados o no pecar. Jesús solo pide una cosa: “Dejarlo todo y seguirle”.

La conversión del Evangelio (metanoia) nos pide reorientar nuestra vida, darle un giro que nos permita darle la cara a Dios y la espalda a todo lo que no es Dios. Es un encuentro de corazón a Corazón. Así pasó con san Pablo. A pesar de perseguir a la Iglesia, es Jesús mismo quien le da la cara, sale al encuentro de su perseguidor, pero no para condenarlo, sino para mostrarle su Misericordia.

Dios quiere salir al encuentro de cada uno de nosotros, al encuentro de mí, aunque lo “persiga” con mis perezas y lo “niegue” con mis debilidades. Necesitamos valentía para dejarnos encontrar, dejar que “nos boten del caballo” y escuchar, poner atención. ¿Qué quiere Dios de mí? ¿De qué cosas tengo que convertirme? ¿A qué debo darle la espalda? ¿Qué saco de mi corazón para hacer más espacio para Dios?

Ciertamente, puede que la conversión no sea algo “sobrenatural”, que me vaya a hablar un ángel o se me aparezca un santo. Pero siempre tiene algo de milagroso, pues solo Dios es capaz de suavizar, seducir y enamorar el corazón más duro.

Aunque nosotros tenemos un papel activo en la decisión de dejarnos transformar por Dios, solo el Espíritu puede darnos la gracia de ser recipientes del Señor, tal y como lo fue san Pablo. Por eso, en esta fiesta de su conversión, le pedimos que interceda por nosotros y nos ayude a alcanzar una conversión profunda en el Señor.

Por Antonio González, Magis Nicaragua

Fotografía de cabecera: La conversión de san Pablo, por Bartolomé Esteban Murillo

Antonio González

Desde que conocí a Jesús como el Maestro, le busco en la vida ordinaria. Juan 15, 13.