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Los mártires de la Universidad Centroamericana «José Simeón Cañas» (UCA, San Salvador, El Salvador) ponen de manifiesto de manera palpable que no solo los enemigos tradicionales de la fe persiguen a los creyentes en el reinado de Dios, anunciado y reali­zado por Jesucristo. También lo hacen los regímenes occidentales, que se dicen democráticos y que confiesan ser cristianos. No solo los fanáticos religiosos persiguen, también lo hacen los fanáticos del capitalismo. Por eso, el papa Francisco replantea el concepto de martirio para ampliarlo e incluir a los mártires de la justicia, que son miríada.

Los seis jesuitas asesinados hace veinticinco años, el 16 de noviembre de 1989, formaban parte de una comunidad universitaria que, durante una década, pidió reformas económicas y sociales para evitar la violencia armada. La reacción rabiosa de la oligarquía y del ejército salvadoreños no se hizo esperar. Los insultos y las amena­ zas fueron seguidas de ataques con explosivos. Una vez estallada la guerra civil, una guerra cruel y devastadora, la UCA exigió a ambas partes respetar el derecho internacional humanitario.

Poco después comenzó a trabajar para encontrar una salida política negociada a la guerra, financiada y dirigida por Washington. La denuncia de un orden social injusto, el reclamo de otro más igualitario y la búsqueda de un acuerdo negociado al conflicto armado son la razón última del asesinato de los jesuitas, una doméstica y su hija adolescente, por parte del ejército salvadoreño y con la complacencia de sectores militares estadounidenses.

La libertad con la que la UCA abogaba por la reforma estructu­ra de la sociedad, los derechos humanos, la justicia y la paz social resultó intolerable para el poder militar y oligárquico. En primer lugar, porque ante ese poder solo cabe la sumisión total. En segundo lugar, porque presuponía que una universidad jesuita debía ser alia­ da incondicional en el sometimiento del pueblo salvadoreño. Nunca que se erigiese en su defensora. El compromiso de la universidad con la satisfacción de las necesidades más sentidas de la mayoría de la sociedad donde se encuentra inserta es extraña aún hoy en día. Esa no parece ser la misión de la universidad.

Pero Ignacio Ellacuría, el rector de la UCA, pensaba de otra manera. Según su pensamiento universitario, la universidad no es para sí misma, ni para sus autoridades, ni para sus estudiantes, ni para sus profesores, porque su centro no se encuentra en su inte­ rior, sino fuera de sus muros, en la realidad histórica. La UCA, según Ellacuría, es para el pueblo salvadoreño, «el pueblo mayoritario que sufre condiciones inhumanas». Por eso, la UCA puso su potencial universitario, sin menoscabo de su calidad académica, al servicio del pueblo salvadoreño y de su liberación.

La ocasión inmediata de la masacre de la UCA fue el ataque de la guerrilla contra la capital y la impotencia del ejército para contenerlo. La salida política, negociada por civiles, de una guerra que estaba destinado a ganar le contraría sobremanera. Cegado por la rabia, el ejército decidió asesinar a Ellacuría para impedir la nego­ ciación. Así, eliminaba también a uno de sus adversarios más acérri­ mos. Los cinco compañeros mártires de Ellacuría y la doméstica y su hija fueron asesinados porque los encontraron con él. La orden militar era no dejar testigos. Pero fallaron en su objetivo principal, porque la negociación del acuerdo de paz no solo no se detuvo, sino que se aceleró. Tampoco destruyeron la UCA.

Pero casi lo consiguen. El fuerte liderazgo de estos jesuitas de un talante humano extraordinario, profunda espiritualidad y formación sólida en diversas áreas del saber no era reemplazable. Aun así, la experiencia de la UCA, tal como ellos la habían planteado, no podía perderse. El empeño en la continuidad tuvo algo de profecía ante el ejército, la oligarquía y Washington. Y mucho de utopía, porque había que demostrar que esa universidad era posible y muy necesaria para construir un mundo más justo y porque había que hacerlo con los recursos disponibles. El desafío consistía en mante­ner el centro de la UCA en el pueblo salvadoreño y en ocuparse de la realidad nacional, pero sin su liderazgo, sus conocimientos y su experiencia. La UCA ya no podía ser lo mismo, pero debía seguir siendo la misma UCA de los mártires.

La tarea era gigantesca. La UCA entró en una especie de «depresión institucional», que solo pudo superar con mucho trabajo, fidelidad a su identidad y su misión, y terquedad utópica. Varios de sus miembros más valiosos la abandonaron decepcionados. Aque­lla UCA no era la misma ni, obviamente, podía serlo. Pero en contra de todo pronóstico razonable, había que intentarlo por fidelidad a los mártires y su causa. Después de seis años difíciles, la UCA superó la depresión y se consolidó su identidad y su misión tal como había sido legada por los mártires. Esto fue posible gracias a la entrega de los jesuitas sobrevivientes y de otros que llegaron del exterior, y a la colaboración decidida de un grupo de seglares muy capaz y comprometido con su vocación universitaria. Al final, pudo más la obstinación de la razón, la verdad y la justicia que la irracionalidad del poder asesino.

Fui testigo privilegiado del renacimiento de esa UCA, así como también lo había sido, antes de 1989, de su construcción y desarro­llo. En los primeros momentos la cuestión era si la UCA era viable sin los mártires. Y si lo era, cómo continuar. La única respuesta posible estaba en intentarlo. La tradición universitaria de Ellacuría y sus compañeros decía que el intento valía la pena. La ausencia de los mártires se hizo sentir con fuerza, sobre todo, en los momentos más críticos del país y de la UCA. Pero no nos abandonaron por completo. Al contrario, se hicieron presentes con gran claridad, pero de otra manera. Así, nos hicieron participar en lo que los teólogos llaman «la comunión de los santos». Su presencia animaba a seguir, pese a la incertidumbre y el temor, la guerra no había concluido aún, la postguerra planteaba desafíos y las exigencias académicas, organizativas y administrativas de la UCA parecían insuperables.

Recuperada cierta normalidad, el esfuerzo se concentró en superar «la depresión institucional», volviendo a la raíz de la identi­dad de la UCA, de donde se deriva su misión, pero desde la nueva situación del país y de la universidad, en cultivar la vocación univer­sitaria de una nueva generación y en generar mística universitaria en la comunidad universitaria. La fidelidad a la misión demandaba responder a los nuevos desafíos de la realidad salvadoreña que con rapidez asombrosa pasa de la negociación al final de la guerra y a la postguerra. Entre esos desafíos estaba dignificar a las víctimas del terrorismo de Estado, exigir justicia para los violadores de los dere­chos humanos, contener la violencia social y luchar contra nuevas formas de pobreza y exclusión.

Hacer memoria de la masacre de la UCA, acontecida hace veinticinco años, no es insistir en el pasado, sino hacer presente unas vidas entregadas a la causa de la liberación de los pobres salvadoreños. Aparte que hacer memoria es una dimensión funda­ mental de la tradición cristiana. Hacer memoria es aproximarse con respeto y asombro a un pueblo y a una Iglesia martirial, donde la persecución se ensañó con quienes reclamaban justicia y derecho. Hacer memoria es dar gracias por esas vidas entregadas tan gene­rosamente y comprometerse a entregar la propia para liberar a la humanidad de la injusticia. Hacer memoria es reclamar justicia, ya que los responsables de la masacre de la UCA y de los asesinatos posteriores gozan de impunidad, amparados por una ley de amnistía jurídicamente insostenible. Hacer memoria es enfatizar la necesidad y la urgencia de luchar por la humanización de un mundo inhumano.

Los mártires de la Iglesia salvadoreña nos señalan el camino para la humanización individual y colectiva y para seguir a Jesús de Nazaret. En ellos encontramos un testimonio de generosidad, solidaridad y fraternidad, pues no se guardaron nada para sí, sino que se entregaron a sí mismos para liberar al pueblo salvadoreño. Nuestra posibilidad de humanización, es decir, de salvación está en volvernos hacia ellos, en aceptar su desafío de forzar la llegada del reinado de Dios con el trabajo por la justicia y en dejarnos iluminar por ellos.

Por P. Rodolfo Cardenal, SJ
Centro Monseñor Romero, Carta a las iglesias, Año XXXIII, No. 654 del 1 al 31 de octubre de 2014.