El título de este artículo puede ser equívoco, dando a entender que es el testimonio de alguno de los jesuitas que compartieron con Rutilio su misión[1]. Pero no es así. De su martirio a mi nacimiento nos separan once años. ¿Qué testimonio puedo dar yo, entonces, de Rutilio Grande, S.J.? Sencillamente puedo evocar la fuerza de la vida de un hombre apasionado por Jesús y su Evangelio, que hizo de un pueblo una tierra prometida y que no amó tanto la vida como para tener miedo a la muerte (Cfr. Ap. 12,11). Es la presentación, pues, de un itinerario de encuentro.
Mi primer encuentro con Rutilio fue en el inicio de mi búsqueda vocacional. Tenía 20 años y quien era mi promotor vocacional —Ricardo Bendaña, S.J.— me entregó un libro tipo comic con la historia del padre Rutilio; en letras capitales se enfatizaba «Rutilio Grande», y me dijo que era un jesuita que había sido un hombre bueno. Eso me hizo pensar que «Grande» era un adjetivo (quizá un poco arcaico como forma de encomio). Descubrí la historia de un hombre con un profundo sentido cristiano, cercano a sus hermanos campesinos, con un talento innato para predicar con imágenes propias de la realidad del campo y con un mensaje tan radicalmente fraterno que al parecer había merecido su “condena” a muerte. Parecía en verdad un gran hombre.
Años después cuando vivía ya mi experiencia del Noviciado jesuita, me encontré más personalmente con Rutilio en mi lectura personal sobre los testigos de nuestro carisma. Fue a través de la lectura de su biografía Historia de una esperanza. Vida de Rutilio Grande[2] de Rodolfo Cardenal. Fue una experiencia teofánica, tanto por ser testigo de cómo Dios había pasado por la vida de un hombre –experiencia siempre maravillosa por la profundidad de su Misterio– como por reconocer que con Rutilio Dios había pasado por nuestra provincia centroamericana; ya que en los tiempos recios de discernimiento frente a los signos de los tiempos que representaba el Concilio Vaticano II, Medellín, la Congregación General XXXII de los jesuitas o Evangelii Nuntiandi, Rutilio se había comportado como un protagonista de esa historia. Rutilio pudo hacer su «opción primaria y fundamental» de proclamar el evangelio y la justicia del reino entre los campesinos de Aguilares porque vivía profundamente su sacerdocio neotestamentario. Solidario con los pobres pudo compadecerse de sus clamores y dejarse guiar de sus vidas sabias. Rutilio era un sacerdote según el corazón del Buen Pastor.
De aquellos años del noviciado siempre me pareció una curiosidad el cuánto —al menos para mí— las fotografías de Rutilio que estaban alrededor de la casa diferían entre sí. Casi como si las diversas perspectivas de las imágenes intentaran explicitar la riqueza de su personalidad. Rutilio tenía muchas facetas: el jesuita, el prefecto de estudios del seminario, el pastoralista, el párroco, el compañero de equipo, el predicador, el profeta. Pero una de las facetas que más me llamó la atención, sobre todo a lo largo de mi propio camino dentro de la vida religiosa, fue la del hombre frágil. Rutilio era un hombre frágil en su salud física y psicológica. Quizá evocar esta última vulnerabilidad no sea lo más habitual cuando se habla de un beato o de un santo. Y, sin embargo, para tantos jóvenes –también dentro de la vida religiosa– tal vez sea ésta una luz de esperanza en sus propias vidas. Dios nos llama desde nuestra fragilidad.
Rutilio era un hombre vulnerable. Es verdad que su vulnerabilidad no lo era todo, pero sí fue parte de su vida y desde aquella siguió a su Señor[3]. Siempre que pienso en Rutilio lo evoco como el hermano frágil que al mismo tiempo es signo de entrega y lucha en el radical seguimiento del Evangelio. Rutilio también aprendió a vivir en la debilidad, a vivir en la gracia, realidad teológica normalmente referida a la salvación de nuestro pecado pero que también es la salvación de nuestra propia fragilidad de creatura. O, en otras palabras, la vivencia de la misericordia más allá del perdón, el saberse sostenido por las entrañas de Dios:
Rutilio aprendió a aceptar sus debilidades y limitaciones y a aceptarse a sí mismo. Ya en los Ejercicios espirituales de 1966, pidió la aceptación de sí mismo tal como era, porque “es voluntad clarísima de Dios” […] El abandono de sus seguridades, de sus temores y de sus debilidades lo dejaba sin defensa ante Jesucristo, “en definitiva, lo único que queda”. Al llegar a este punto solo podía abandonarse confiado en las manos del Padre de Jesús, aun cuando pudiera fracasar y ser criticado o reprobado[4].
Creo no exagerar al decir que Rutilio fue también un padre de la Iglesia latinoamericana. La faceta de predicador profético es quizá una de las más significativas de Rutilio[5]. Su forma de expresarse era tan cercana al lenguaje popular que algunos podrán pensar que por momentos podía ser demasiado vulgar (si este adjetivo se entiende no como peyorativo sino en su acepción primaria, yo estaría también de acuerdo). Muchos de los que conocimos a Rutilio a lo largo de nuestra formación religiosa recordamos muchas de sus frases cuasi como pequeñas síntesis teológicas de toda una teología del pueblo y de la comunión: “Nos tenemos que salvar en racimo, en mazorca, en matata, ósea en comunidad”, “Dios no está en las nubes acostado en su hamaca. Jesús mentaba mucho el Reino del Padre Dios. Y le gustaba compararlo a una gran cena en una mesona con manteles largos, que alcanzara para todos por igual. Y que nadie se quedara por fuera sin su taburete y su conqué”. El hecho de que tantos años después de que se hayan pronunciado estas palabras, quizá ayudados en gran parte por su consagración musical en la Misa salvadoreña, muchos las recordemos como máximas evangélicas, dan cuenta del Espíritu que las inspiró.
Pero es un padre de la Iglesia latinoamericana mártir. La retórica de sus homilías sería algo un poco menos si se separara de su sangre derramada. Lo mataron por seguir a Jesús, por hacer lo que Jesús hacía y hacerlo cómo Jesús lo hacía. Con las distancias hermenéuticas propias que se han de aplicar, pero con la certeza originaria de que Rutilio era un auténtico seguidor del Señor Jesús.
Ellacuría solía decir que las víctimas de la historia pueden llegar a ser “lugares teológicos” que nos revelan a Dios. Sin entrar en la riqueza de la discusión teológica que puede haber aquí, quisiera dar testimonio de cómo conocí a Rutilio como mártir-testigo del Evangelio de Dios. Hay un acuerdo general de que la muerte del padre Rutilio cambió la propia vida de nuestro santo Monseñor Oscar Romero. Sin temor hemos de decir que Romero se convirtió desde la sangre de su padre Rutilio. Rutilio fue un lugar teológico para Romero; en él, Dios se hizo denso en su revelación, fue su zarza ardiente y su monte Tabor, su luz cegadora y su sanación. Fue Jesús quien lo llamó mediado por la vida entera de Rutilio.
Que las vidas de Rutilio y de Romero están entrelazadas por la gracia de Dios pocas veces se ha puesto en duda, pero ha sido el papa Francisco quien quizá mejor que nadie en una pequeña frase ha sintetizado el significado del lugar teológico que es el martirio de Rutilio para la Iglesia: “el gran milagro de Rutilio Grande era Mons. Romero”[6]. Un milagro es en el evangelio un signo del Reino. Quienes hemos conocido a Rutilio vemos en él un signo de que el Reino de Dios que esperamos tiene presente y futuro; en los testigos del evangelio Dios llama a su Iglesia a no desfallecer, porque la “la salvación está ahora más cerca de nosotros que cuando abrazamos la fe” (Rom. 13,11). Un lugar teológico revela promesa y misión, don y tarea, soteriología y escatología; revela algo del hombre y algo de Dios.
Mi último encuentro con Rutilio ha sido en su faceta de intercesor. Tuve la fortuna de estar presente en el encuentro del papa Francisco con los jesuitas que trabajamos en Panamá, en el año 2019[7]. En aquel encuentro la primera pregunta que le hicimos fue el ¿cómo iba la causa de su beatificación? Curiosamente nos respondió con un testimonio personal. Nos contó que él quería mucho a Rutilio y que en la entrada de su cuarto tenía en una esquina un pedazo de tela ensangrentada de Romero y los apuntes de una catequesis de Rutilio. Que él fue siempre muy devoto de Rutilio, incluso antes de haber conocido a Romero; y que cuando estaba en Argentina, su vida y muerte lo habían tocado. Saber que el Papa confía su vida y su misión de pastor al padre Rutilio es motivo de esperanza, una ofrenda de la pequeña Iglesia centroamericana a la Iglesia universal.
Desde aquel día nació en mí, también, una intuición, que no creo aventurada. Entre las muchas interpretaciones teológicas que se pueden hacer de la vida de nuestro nuevo beato, hay una en particular que puede ayudarnos a redescubrir la profecía de su propia vida. Rutilio era un hombre sinodal. Trabajó con ilusión por crear un equipo pastoral que involucrara a la compleja realidad eclesial de su parroquia, no era solo la coordinación entre los jesuitas y la vida religiosa, sino el caminar juntos del clero secular y los catequistas, delegados de la Palabra, los miembros de las organizaciones campesinas, etc. Su visión era algo más que la eficiencia pastoral, la fuerza teológica de su misión estaba en el entusiasmar a otros en vivir una experiencia pastoral conjunta, que tuviera en el centro el Evangelio y como interlocutores privilegiados a los más pobres y excluidos: «había descubierto la necesidad de trabajar en la concientización cristiana de los pobres para transformar la sociedad desde lo mejor del pueblo salvadoreño»[8].
La sinodalidad de Rutilio no era la sola reorganización representativa de la Iglesia, sino en el fondo la llamada del Espíritu de Dios en la realidad, que convoca a caminar juntos. Por ello, la novedad pastoral que predicaba Rutilio se sustenta en la atenta atención a la voz de quien sufre y clama por la justicia. Caminar juntos es vivir atentos al herido del camino y hacernos prójimos como Iglesia en salida. La sinodalidad va de la mano con la misericordia[9], que sana compasivamente y llama a una vida nueva proféticamente.
Sin embargo, Rutilio fue un hombre sinodal no solo por su práctica pastoral y su vida profética, sino también por su propio martirio. Suele decirse que Manuel Solórzano y el joven Nelson Lemus, que fueron martirizados junto a Rutilio, fueron símbolos del pueblo salvadoreño. Sin negarlo, siempre he pensado que fueron algo más. Fueron verdaderos testigos del pueblo peregrino, miembros verdaderos de la comunidad eclesial que entregaron su vida por el Evangelio. La gracia que recibió Rutilio fue morir como morían e injustamente morirían tantas hermanas y hermanos del pueblo salvadoreño. Murieron juntos, no fueron víctimas circunstanciales. El martirio es una gracia; Dios la concedió a los tres, en comunidad. El martirio de Rutilio, Manuel y Nelson fue sinodal, porque murieron como compañeros en el camino. Era el segundo día de la novena a San José, el 12 de marzo de 1977.
A lo largo de mi camino como creyente y religioso me han hecho la pregunta, y yo mismo la he formulado en mi interior, de si después de todo ¿valió la pena todo su esfuerzo, al punto de que le fuera arrebatada la vida? ¿Vale la pena el martirio de los mártires centroamericanos cuando hoy parece que la muerte acecha a estos pueblos? No siempre es fácil afirmar la esperanza. Pero algo tan grande tiene que ser la Buena Noticia, para que Dios nos regale tal calidad de testigos. Un mártir es un testigo del Señor Resucitado que confirma a los hermanos en la fe.
Rutilio vive hoy en el corazón de Dios. Vive también en la memoria de su pueblo; que es lo mismo que decir que un trozo del corazón de Dios habita en su Iglesia salvadoreña. Rutilio fue un hombre frágil, vulnerable, profundamente evangélico, sinodal, mártir. De ahí que quizá aquella ingenua intuición de mis años de búsqueda vocacional no era errada, Rutilio fue grande –como lo dijo San Oscar Romero–:
La grandeza del hombre no es ir a la gran ciudad, no es el tener títulos, riquezas, dinero: la grandeza del hombre está en ser hombre, más humano. Por eso, cuando Rutilio llega a la plenitud de la humanidad suya, lo encontramos de vuelta para El Paisnal. En vísperas de un día de la fiesta patronal del pueblito, viene para acá con el cariño del hombre que ha crecido en su corazón pasando por universidades y por libros y estudios. Aquel hombre ha comprendido que la verdadera grandeza, donde lo ha conducido toda su inteligencia, su vocación, todo, no está en haberse ido de aquí para ser más rico en otro pueblo, sino en volver a su pueblo, amando a los suyos, siendo más hombres. Esto es la verdadera grandeza[10].
Es este el hombre que yo conocí. Es también el misterio que quiero seguir indagando. Beato Rutilio Grande, apóstol del camino.
Por José Javier Ramos Ordoñez, S.J.
Fotografía de cabecera: Fragmento de mural de Rutilio Grande, S.J., y monseñor Romero en El Paisnal, El Salvador.
[1] Es también un guiño al bello artículo otro gran testigo jesuita, de Francisco Ivern: “El hombre que yo conocí” en: Gianni La Bella, Pedro Arrupe, General de la compañía de Jesús, Mensajero/Sal Terrae, Santander, 2007.
[2] Existe hoy una biografía más actualizada del mismo autor que, a mi parecer, debe considerarse la más completa hasta el momento: Rodolfo Cardenal, Vida pasión y muerte del jesuita Rutilio Grande, UCA Editores, San Salvador, 2017.
[3] «Rutilio era conocido por la fragilidad de su salud, la cual limitaba sus capacidades humanas y apostólicas. Existen suficientes indicios para sostener que su personalidad acusaba rasgos esquizoides, más o menos acentuados, sobre todo, cuando el entorno lo aislaba del mundo exterior o lo inducía a la pasividad. El deseo de quedar bien con todos, el extremado cuidado con las apariencias y el temor de quedar mal en público y al qué dirán, sobre todo, en situaciones difíciles, le provocaban inseguridad, nerviosismo y angustia, que lo agotaban y lo sumían en crisis paralizantes». Rodolfo Cardenal, Vida pasión y muerte del jesuita Rutilio Grande, 59.
[4] Rodolfo Cardenal, Vida pasión y muerte del jesuita Rutilio Grande, 65.
[5] «El padre Rutilio Grande les hablaba con un lenguaje y un modo que me hacía recordar a mí a los padres de la Iglesia. Estaba tan cerca de Dios y tan cerca de los campesinos que no le era difícil poner en comunión a los campesinos con Dios». Ignacio Ellacuría, “Un mártir en El Salvador” en Escritos Teológicos II, UCA Editores, San Salvador, 2000, 664.
[6] Rodolfo Cardenal, Vida pasión y muerte del jesuita Rutilio Grande, xiv.
[7] La relatoría completa de este encuentro puede verse en: «Jugarse la vida. El papa Francisco en diálogo con los jesuitas de América Central» en La Civiltà Cattolica Iberoamericana, Número 26, marzo 2019, Herder, Barcelona, 2019.
[8] Rodolfo Cardenal, Vida pasión y muerte del jesuita Rutilio Grande, 172.
[9] Para confrontar una articulación amplia de la relación íntima entre sinodalidad y misericordia recomiendo el epílogo “Antropologia mesianica” de Giuseppe Ruggieri, Chiesa sinodale, Editori Laterza, Bari, 2017.
[10] Rodolfo Cardenal, Vida pasión y muerte del jesuita Rutilio Grande, 560.