Cada vez que pienso en algo verdaderamente importante de la vida, en esas lecciones profundas que el tiempo va dejando, aparece en mi mente un nombre. En este caso, es la «profe Mireia». Más de una vez, ella nos enseñó que, para prepararnos antes de un examen, debíamos recordar aquello que más había repetido en clase. Nos decía: «Piensen en lo que he mencionado muchas veces, en lo que más tiempo me tomé en explicar. No siempre les diré lo que viene en el examen, pero si lo repito, es porque es esencial». Este método resultaba muy efectivo; sin que nos dijera mucho, sabíamos qué estudiar, y así la mayoría de nosotros lograba buenos resultados.
Pues bien, mientras rezaba el otro día con el Evangelio y leía cómo Jesús hablaba con sus discípulos, me acordé de la profe Mireia. En ese pasaje, Jesús se despedía de sus amigos antes de la Cruz, y repetía una y otra vez que permanecieran en Él: «Permanezcan en mí, como yo permanezco en ustedes» (Juan 15, 4). La palabra «permaneced» aparece alrededor de ocho veces, y claramente Jesús quería que los discípulos no olvidaran algo fundamental. Lo sorprendente es que, antes de la Cruz, Jesús no se detiene tanto en la dificultad que se avecina, aunque no la oculta, sino en algo aún más profundo: el llamado a permanecer, a estar. Permanecer es a veces más difícil que soportar el propio dolor.
Este mensaje resuena en mí con más fuerza ahora que soy consciente de mi vocación, con sus luces y sombras. Hay momentos en los que siento que las sombras toman la delantera. Sin embargo, en los tiempos de oscuridad, la vida se vuelve más transparente. Aunque las dudas, la inquietud, el dolor y el poder del mal parecen mucho más evidentes, el Espíritu de Jesús sigue diciéndonos: «No se inquieten. Crean en Dios y crean también en mí» (Juan 14, 1).
Hace dos años, los pilares de mi vocación se tambalearon. Lugares que fueron antesala de la bondad inmensa de Dios se derrumbaron: la ciudad que me vio crecer, la universidad que me abrió los ojos al mundo, mi familia, que se vio afectada por la cruel realidad de una dictadura que ahora nos impide, incluso, volver a nuestro propio país.
Al principio, cuando esta vorágine comenzó, me mantuve firme en la fe que sembraron mis padres, mis abuelas, mis maestros, las hermanas. Pero con el tiempo, mi confianza se fue desgastando, y en mi interior, las raíces parecían vaciarse. Las tareas pastorales se volvieron una carga; el mar, más profundo. Mientras esperaba claridad, parecía que las aguas no hacían más que agitar mi corazón.
Sin embargo, «la confianza, y nada más que la confianza, nos puede llevar al Amor»[1]. ¿Confianza en qué, o más bien, en quién? En Aquel que, antes de subir al Calvario, les dijo a sus amigos: «permaneced».
Quizás la profe Mireia se inspiró en el Evangelio para enseñarnos a estudiar. Quizás, también, hoy tenemos que asumir que ser cristiano nunca ha sido fácil. Pero en mi vida, lo que me salva es esa voz que me dice: «¡No te vayas, confía! ¡Permanece!». Y cuando no puedo escucharla, tengo la certeza de que antes, muchas veces, me ha acompañado. Así, el corazón se serena y la fe vuelve a pasar por el corazón, lo que es esencial.
[1] Santa Teresa del Niño Jesús y de la Santa Faz, Obras completas, Carta 197, A sor María del Sagrado Corazón (17 septiembre 1896), ed. Monte Carmelo, Burgos 2006, p. 555.
Por H. Sol, rp
Créditos de fotografía de portada: Peter. Man of FAITH!, por Joseph Alexander Paradis