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Con el inicio de la Cuaresma se nos ofrece una época de preparación y de conversión. Se podría pensar que no es más que un tiempo de espera para una celebración; pero yo creo que es algo más. Al menos, no puede ser la misma espera que vivimos hace algunos meses en el Adviento. A mi parecer, es un tiempo distinto y, por lo tanto, una oportunidad diversa.

Cuaresma es el momento para salir y habitar el desierto. Suele decirse que es un tiempo para prepararnos al Misterio Pascual —término muy bello y cierto, pero que tiene el riesgo de pensarse abstractamente—; o un tiempo de penitencia que nos conduce al evento de la pasión y de la muerte en cruz de Jesús. Esto es verdad, siempre y cuando se atraviesen todos los «pasos» del Señor, donde toda muerte queda salvada con su resurrección. La Pascua nos transforma solo cuando la atravesamos realmente.

Sin embargo, es fácil perderse en el drama de la cruz. No es casualidad que el arte, ya sea en forma de película u obras teatrales, pinturas o esculturas, haya encontrado inspiración en la pasión de Jesús, y desde ahí haya plasmado su propia experiencia estética y vital. La pasión es un drama extraordinario, porque representa en tres actos la crisis de una vida, el conflicto al interno de Dios mismo, la fuerza y el miedo de los que lo amaron, y la riqueza de interpretaciones de quienes hemos escuchado la historia. Es el relato del drama de la salvación; pero es también el anuncio que nos salva de la dramatización del pecado. Es un acto de amor y por eso, es el culmen del Evangelio de Jesús.

Pero, repito, el riesgo reside en saturarnos del frenesí de los acontecimientos pascuales y no saber escuchar, palpar y sentir que en ese misterio se juega mi propia vida, mis opciones, mis proyectos… mi vocación. La Cuaresma es, entonces, eso; el tiempo para preparar la cúspide de un misterio que es tanto de Jesús como lo es también mío.

San Ignacio de Loyola, en los Ejercicios Espirituales, nos invita a contemplar en la tercera semana —justamente la dedicada a la pasión del Señor— cómo la divinidad se esconde, cómo podría destruir a sus enemigos y no lo hace, y cómo deja padecer la sacratísima humanidad tan crudelísimamente (EE.196). La tentación sería pensar que Jesús es sólo víctima pasiva de una gran injusticia, pero eso haría olvidar que la Pascua no se improvisa. Fortalecer el corazón para resistir la oscuridad de Dios, convertir los deseos de poder y de revancha en hechos de perdón y fraternidad, y ser solidario hasta la muerte con el dolor de quien sufre, no son acciones reactivas. Es el desierto el que cambia la entrega de Jesús en la cruz en un momento salvador.

La Cuaresma es nuestra oportunidad anual de desierto, la estación propicia para confrontar nuestras actitudes de punición, venganza o indiferencia. ¡Convierte y cree en el Evangelio! Es el tiempo oportuno para destruir nuestros ídolos de prepotencia, y encontrarnos con el rostro evangélico de Dios.

No hay atajos en el camino de libertad que promete Dios. En la Cuaresma ha de asentarse el Evangelio en lo más profundo de nosotros, desde el blanco deslumbrador del monte alto hasta la verdad de que si el grano de trigo no muere quedará infecundo. No hay vida nueva sin dejar morir nuestras erradas expectativas de hacer un dios salvador a nuestra medida. La Pascua nos transforma en la medida que hemos atravesado el desierto.

Por José Javier Ramos Ordoñez, S.J.

José Javier Ramos Ordoñez, SJ

Sacerdote jesuita, guatemalteco, de la Provincia de Centroamérica. Maestro en filosofía y ciencias sociales, ITESO. Doctorando en Teología Fundamental, Universidad Gregoriana. Resisto en el deseo de vivir al servicio del Evangelio, sueño con una comunidad cristiana de gestos y palabras consoladoras, tan misericordiosa como su Señor.