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Aquí estoy frente a un ícono de la cruz. Más precisamente, delante del ícono del Cristo de san Damián. Aquel ante el cual Francisco de Asís sintió la voz de Dios e hizo suya aquella misión: «Ve y repara mi Iglesia».

El ícono, todo él, es una representación teológica de la Pascua de Jesús. El Cristo manifestado ahí es, a una, toda la experiencia pascual. Es verdad que nosotros en Occidente no solemos estar habituados a la sacramentalidad icónica como en Oriente; pero aquel Cristo de san Damián quizá sea uno de los más difundidos y conocidos íconos de nuestra tradición. Es un espacio de oración y catequesis[1].

Pero todo ícono es sacramental sólo en la medida que uno es orado por él. Entre más horas he pasado ante él, más me ha descubierto la identidad entre el crucificado y aquella cruz. Toda la experiencia de la Pascua estaba ahí, porque era la historia de un gran amor. La cruz es el signo de la amistad hasta el último momento entre Jesús y sus amigos, entre el siervo y las multitudes que lo seguían, entre el Mesías y los desechados por la ley. Dios es nuestro amigo y el signo de su amistad es la cruz.

Para quien sepa acercarse al ícono, podrá reconocer que en él hay evidentes signos de dolor, de pena, de sufrimiento… pero también hay algo más. La cruz revela algo asimétrico, tiene un misterio. Es quizá lo que su autor quiso simbolizar con el pequeño medallón que encabeza el ícono. El círculo, que representa la perfección, traspasado por la imagen de Jesús que asciende al Padre; simbolizando que el Misterio de Dios se nos ha revelado a todos nosotros. Que algo sea misterio no significa que esté escondido, todo lo bueno que Dios es nos lo ha mostrado en Jesús, y todo lo que Jesús ha visto del Padre nos lo ha comunicado. Esa es la amistad de Dios, somos sus amigos (Jn 17,8).

Sin embargo, esa pequeña síntesis del amor de Dios, que rasga la plenitud y la perfección y mete un rasgo asimétrico en todo ese misterio, está dentro de la cruz. Comprendo que pueden existir malversaciones malsanas de la cruz y que incluso pueden cometerse abusos en nombre de ella. La cruz ni es la satisfacción para calmar un «rencor» de Dios; ni es la glorificación del sufrimiento, como si por el dolor se le diera algún culto a Dios. No, la cruz revela algo más profundo.

La cruz y el seguimiento de Jesús van de la mano, a tal punto que el propio Jesús llama a cargar la cruz a quien quiera seguirlo (Mt 16,24) y cuando Pedro quiere separar el mesianismo de la cruz, Jesús le dirá enérgicamente que debe ponerse detrás de él nuevamente, porque ha de seguir aprendiendo a ser discípulo. «¡Detrás de mí!» (Mt 16,23), vuelve a ser discípulo, porque seguirme es cargar la cruz[2].

Y en mi oración, yo también me cuestiono. ¿No se supone, Señor, que debamos aligerar la carga de quienes sufren? ¿No es acaso nuestra misión bajar de la cruz a los crucificados y propiciar su vida? ¿No hemos sido llamados a liberar de las cruces que se imponen por la exclusión y la violencia? Y sinceramente creo que esa la misión recibida, y levanto mi mirada y ahí está él, viéndome. En el ícono del Cristo de san Damián está el rostro complejo de Jesús. Es el crucificado con todos los signos de la muerte y es un cuerpo que refleja un fuerte señorío. Jesús está ahí como Señor.

¿Qué puedo hacer? ¿Cómo compaginar la misión recibida y el seguimiento pedido? ¿Dónde encontrar el justo camino? Ahí, justamente ahí, en la cruz de Jesús; en el crucificado. En aquel que carga con su cruz, y con la mía, y con la de todos. Jesús carga nuestras cruces porque sólo él es el Cristo. En él la identidad es su misión, y su misión es su identidad. Por eso Jesús salva en la cruz, porque salva nuestro profundo deseo de lo que queremos ser y hacer, y lo salva con la amorosa aceptación de hacernos reconocer quiénes somos y lo que hacemos. Nuestra identidad y nuestra misión también están cargadas en la cruz de Cristo.

Por ello, ante la cruz se deberá seguir siendo discípulo. Jesús muere en la cruz libre de todo rencor y deseo de punición. Jesús muere como un hombre libre. Con una libertad que le permite cargar también nuestras incoherencias y heridas, nuestros pesos y fatigas, nuestras violencias y nuestras injusticias. Jesús salva en la cruz, y me salva también a mí del no saber cómo cargar mi cruz.

Y así se es discípulo. Seguimos al Señor y hacemos de nuestro llamado nuestra misión. Queremos ser como él, porque todo lo que él es nos lo ha confiado, lo suyo es también lo nuestro (cfr. Jn 17); su identidad y su misión es lo que nosotros mismos deseamos ser. Y desde este deseo fundamental, cargamos con nuestra cruz, e intentamos ayudar a otros a cargar la suya; y sus dolores se convierten en los nuestros; y también crucificados buscamos bajar a otros de su cruz; y discernimos entre la cruz del seguimiento y las cruces verdugas de la vida.

Delante de la cruz, busco ser cristo para quien sufre, pero reconozco que el Cristo es solo uno, Jesucristo[3]. Esa realidad paradojal es ser discípulo de Jesús y cargar la cruz. O, en otras palabras, es la experiencia de cargar la realidad de la cruz, sin olvidar que también nosotros somos cargados por el Señor.

La cruz de Jesucristo salva, porque no es sólo un acto de amor; la cruz es el amor.

Aquel ícono me ve. Es el crucificado con todos los signos de la muerte; y, a una, con todos los signos de la vida. La cruz no es sólo un momento del amor, la cruz es el amor.

Vuelco mi mirada a la diestra del ícono, bajo el brazo izquierdo del Cristo de san Damián. Están en el primer plano tres personajes. El autor del ícono pone sus nombres. Son María Magdalena y María, la madre de Santiago. Pero hay un tercero. Un hombre que no tiene aureola. Muy probablemente sea el centurión de Juan 4,46. Y se dice que el pequeño rostro detrás de él, quizá sea su hijo sanado. Mas yo quiero verme también representado ahí. En la cruz están los nombres y rostros de cada uno de nosotros junto a nuestras enfermedades. Es mejor ser sanado que haber vivido sano. La cruz es un lugar de sanación.

En el mismo ángulo, vestido de azul y en pequeño, hay otro personajito. Está de perfil y mira al crucificado. Quizá sea otro protagonista de la crucifixión. Solo la mitad de su rostro se aprecia, como dejando otro lado todavía en el misterio, en la sombra. Cuenta el evangelio de Marcos (15,39) que un centurión al ver cómo Jesús murió, exclamó: «realmente este hombre era Hijo de Dios». ¿Qué descubre ese hombre en la cruz de Jesús para confesar la fe?

La cruz es un misterio, Pablo la llama en 1Cor 1,18, insensatez (moría) y poder de Dios (dýnamis). La cruz es paradojal; es el misterio cristiano. Por ello, soy lento en etiquetar al personajito como reacio a mostrar toda su persona a la luz de la cruz. Mantenerse de pie y de frente a la cruz es un proceso. Es el camino del discipulado.

En el Cristo de san Damián está el rostro complejo de Jesús. Es el crucificado con todos los signos de la muerte y, a una, es el Señor de la historia.

Sólo desde el camino del discipulado y la amistad, la cruz es salvación. Orar ante la cruz sin la experiencia del amor es ceder ante el tormento y la injusticia. De poco sirve la conmoción si no va acompañada de la oblación, de la entrega. El Padre entrega al Hijo, no para su satisfacción, sino movido por el profundo deseo de salvar a quien vive en la esclavitud. La cruz es la liberación, y por eso es la Pascua, el paso de Dios por nuestra historia. Es manifestación del poder de Dios, poder que no es otro ni nunca menos o más, que su amor. Dios tiene solo un poder, es el amor. La cruz es el poder de su amor.

Por tu cruz viene la alegría. Dios es nuestro amigo y el signo perpetuo de su amistad es la cruz de Jesucristo. ¡Cuántas noches largas, Señor, la cruz la he llorado como insensatez! ¡Y en cuántos amaneceres la he descubierto como tu poder!

Y así dijo el Señor: ¡Vuelva la Vida
y que Amor redima la condena!
La gracia está en el fondo de la pena
y la salud naciendo de la herida.

En esta cruz que contemplo la luz que brota de Jesús ilumina todas las tinieblas. Dame, Señor, la gracia de hacer experiencia de tu amor y compárteme tu alegría que es también la mía.

Luego silencio. Sólo la cruz.


[1] El ícono del Cristo de san Damián es un regalo que aquel pequeño pueblo Asís dio al mundo y que la espiritualidad franciscana ha custodiado para todos nosotros. Quien desee hacer una lectura orante del ícono del Cristo de san Damián y la teología que ahí se encuentra, puede buscar Marc Picard, El icono del Cristo de san Damían, Casa Editrice Francescana, Assisi 2000. O ver el sitio web: https://www.franciscanos.org/enciclopedia/moriceau.html

[2] Este «detrás de mí» refleja una más adecuada traducción del pasaje que a veces suele traducirse únicamente como «aléjate de mí». Jesús no desprecia a Pedro ni quiere que Pedro se pierda, lo que Jesús hace en modo enérgico es recordarle a Pedro que debe ponerse detrás, como seguidor, como discípulo, y comprender que seguir el evangelio de Jesús implica pasar por la cruz. Pedro es «adversario» en la medida que lo quiera desorientar de subir a Jerusalén.

[3] Los padres de la Iglesia acuñaron la expresión ortodoxa In persona Christi, la cual era la expresión de la identificación discipular con el Señor. Su lectura heterodoxa acontece precisamente cuando se pretende utlizarla como una fórmula de poder sagrado, que mantiene y ejerce privilegios. Actuar según el Cristo es obrar desde el misterio y la locura de la cruz.

Por P. José Javier Ramos Ordoñez, S.J.

José Javier Ramos Ordoñez, SJ

Sacerdote jesuita, guatemalteco, de la Provincia de Centroamérica. Maestro en filosofía y ciencias sociales, ITESO. Doctorando en Teología Fundamental, Universidad Gregoriana. Resisto en el deseo de vivir al servicio del Evangelio, sueño con una comunidad cristiana de gestos y palabras consoladoras, tan misericordiosa como su Señor.