Cuando era niño, el inicio del nuevo año me llenaba de expectación y nostalgia. No era sencillo asimilar que el calendario tuviera que reiniciarse. De un día para otro el aire festivo se esfumaba, y había que guardar la Purísima, el pesebre y el abrazo de medianoche. Los adultos volvían a ser adultos; y los niños teníamos que desempolvar las palabras esdrújulas, la tabla del nueve y la conyugación del verbo to be.
Quizá por esto enero sea el mes que más interrogantes provoca: «¿Qué pasará mañana? ¿Este año será mejor? ¿Debo cambiar de trabajo? ¿Cómo me irá en el amor?». Más o menos así es como son las preguntas de un adulto, pero un niño también tiene mucha filosofía en sus bolsillos: «¿La profe Verónica me seguirá dando clases? ¿Quedaré en el mismo salón que Carlitos? ¿Las matemáticas volverán a ser un dolor de cabeza?».
Regresar al tiempo ordinario significa atender viejas y nuevas preguntas. Imagino que más o menos así eran las inquietudes de Jesús antes de asimilar su misión como Hijo de Dios. “Cristo tuvo que hacerse semejante en todos a sus hermanos”, nos recuerda la Carta a los hebreos (2, 17). Por tanto, si a nosotros nos puede llegar a intrigar qué será de nuestros días, ¡cuánto más le habrá inquietado a Jesús el porvenir de su pueblo!
Luego de la visita de los Magos de Oriente y de los viajes en compañía de sus padres, Jesús se sintió intrigado por la cotidianidad de su Nazaret. No todo se trata de incienso, mirra y oro, sino que la vida también va de levadura, sal y madera. Regresar el tiempo ordinario significa hacer frente a las responsabilidades del día a día, pero confiando que “a cada día le bastan sus propios problemas” (Mt 6, 34).
De niño, me costaba asimilar que a los días venideros le bastarían sus propios problemas y alegrías. Como he dicho, la nostalgia y expectación del año nuevo me jugaban en contra. Sin embargo, era cuestión de tiempo para que me dejase llevar por el fluir de las horas y la presencia de mis amigos. Podía más el entusiasmo y buen ánimo por vivir, antes que los miedos y dudas por cosas que aún no habían sucedido.
Ahora que estoy grande, la cosa cuesta un poco más. A los adultos se nos complica más entender las enseñanzas de Jesús sobre las inquietudes del día a día: «Miren las aves del cielo, que no siembran, ni siegan, ni recogen en graneros, y, sin embargo, el Padre celestial las alimenta. ¿No son ustedes de mucho más valor que ellas? ¿Quién de ustedes, por ansioso que esté, puede añadir una hora al curso de su vida?» (Mt 6, 26).
Vivir el tiempo ordinario significa confiar plenamente en Dios y encontrar su presencia incluso en tiempos difíciles. «Busquen primero el reino y la justicia del Padre Celestial, y todas las demás cosas les serán añadidas» (Mt 6, 33). Así como Jesús fue capaz de reconocer el amor y la esperanza en su Nazaret cotidiana, nosotros debemos estar alertas al modo en que el Señor enriquece y da color a nuestra vida ordinaria.
Aunque a diciembre le llegue su último día, Dios se encarga de hacer memorable cada minuto de los días venideros. Tan memorables como la Purísima, el pesebre y el abrazo de medianoche.
Por Luis E. Palma, SJ