Recorrí varios kilómetros para vivir una experiencia para recargar la fe y la esperanza al cien por ciento. Fue un fin de semana lleno de energía con el corazón conectado en la fuente espiritual de Cristo. Junto a algunos miembros de las comunidades de la parroquia Santísima Trinidad en Santo Domingo, nos montamos en la guagua (nombre del autobús en República Dominicana). Entre alegrías, chistes y algunas canciones por el camino, el sol del viernes se ocultó antes llegar a nuestro primer destino en donde fuimos recibidos con una deliciosa cena.
El sábado nos levantamos con mucho ánimo para saludar al equipo parroquial. Los jesuitas, junto a las religiosas Esclavas de Cristo Rey y los laicos disponibles al servicio de la Iglesia, coordinan la misión en la parroquia San Antonio de Padua, en Tamayo. Dicha misión está ubicada en la parte este del valle de Neiba, en la orilla occidental del río yaque, al sur en la provincia de Barahona.
Desde el primer día fuimos acogidos con mucha calidez humana. Fuimos enviados y motivados a la misión por el padre Santiago, S.J. Nos dispusimos con un corazón fervoroso a visitar cuatro de las quince comunidades que forman parte del territorio parroquial.
Con el sol candente, nos sumergimos en la realidad de la zona; el barrio estaba conformado por casas muy humildes, pero con personas muy acogedoras y agradecidas. En ninguna casa fuimos rechazados, a pesar de que algunas familias practicaban una fe distinta a la nuestra.
Al ser recibidos con una gran sonrisa, nos llenaba el corazón de agradecimiento por estar ahí, visitando y orando por todas aquellas personas, pidiéndole a Dios que bendijera su hogar y a todo el que en este habitara. Al finalizar la oración, nos despedíamos agradecidos. En varias ocasiones pude notar muchos rostros desconcertados por la visita, sin embargo, también agradecidos por la bendición solicitada a Dios.
Sedientos de la transcendencia de Dios
Todos estamos sedientos de la trascendencia hacia Dios en el amor y la paz, pero esta muchas veces se nos ha ocultado por distintas razones de nuestra propia necesidad. Esa sed solemos confundirla, y entonces nos distraemos con distintas ofertas que aparecen como anuncios de televisión frente a nuestras miradas. Nos dejamos afectar de tal forma que cualquier sensación que nos produzca deleite es acogida sin mayor discernimiento, sin preocuparnos por descubrir de dónde proviene dicha sensación, y quedamos así nuevamente insatisfechos.
Esta experiencia de misión me trasladó a la escena en la que Jesús es conducido por el Espíritu al desierto y es tentado por el diablo. Después de haber ayunado cuarenta días y cuarenta noches, sintió hambre (Mt 4, 1-11). Vemos que el desierto no es solamente esos kilómetros con ausencia de agua y vacíos de vida vegetal.
En este tiempo de Cuaresma es imprescindible dejarnos conducir por el Espíritu hacia el desierto de los demás, desiertos vacíos de amor y con ausencia de Dios. El desierto es el sentido de prueba, de encuentro y de renovación de nuestra propia fe. Cuando creemos conocer a Dios, enfrentarnos a la soledad del otro desestabiliza la comodidad de nuestra fe. La sabiduría del desierto nos hace salir de nuestros propios deseos.
La fuente para satisfacer esa sed y hambre se nos entrega por el Padre, a través de Cristo, quien es la fuente de nuestra esperanza. Sin embargo, es válido preguntarnos: ¿Dónde encontrar la Fuente?
En mi caso, encontré esta Fuente en la sonrisa y la curiosidad inocente de las niñas y los niños descalzos de la comunidad de San Ramón, lugar donde terminamos nuestro fin de semana de misión con el banquete de la Eucaristía. El rostro marcado por la alegría de nuestra visita fue la mayor gracia que recibí de Dios esos días en el desierto.
Por Cristopher Callejas, S.J.