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A dos años del cierre de la Universidad Centroamericana en Managua, Nicaragua, una ex estudiante nos comparte sus memorias de la universidad desde la pastoral, los voluntariados y la pasarela. Porque, como nos dice en el texto, «no importa donde me encuentre, siempre me puedo describir y reconocer como Nica, pero también, como ignaciana». Porque mientras recordemos a la UCA, siempre podremos vivirla.

Un encuentro con Dios en la pasarela de la UCA

Cuando terminé la secundaria, no tenía claro qué quería estudiar. ¿Quién podría tenerlo tan claro a esa edad? Lo que sí sabía con certeza era que debía ser algo relacionado con las matemáticas, así que pensaba en alguna ingeniería. También era importante para mí decidir dónde estudiar, y en ese aspecto no tenía dudas: quería ingresar a la UNI. Mi objetivo era enfrentar el reto de aprobar el examen de admisión en matemáticas, para lo cual me preparé durante todo un año. Sin embargo, en mis planes no había considerado la voluntad de Dios. Al terminar la secundaria, la UCA ofreció dos medias becas a mi colegio, y una de ellas me fue otorgada a mí. Así fue como, casi sin querer, terminé en la UCA, ya que mi papá insistía constantemente en que era la mejor (y única) opción para mí. Entré a la UCA para estudiar Ingeniería Civil. En ese entonces, vivía en un apartamento cercano y me tomaba 10 minutos llegar caminando a mi salón de clases.

El primer año fue un gran reto para mí, tanto a nivel académico como personal. Tenía pocos meses de haberme mudado con mi papá, no tenía amigos de mi generación del colegio que hubieran entrado a estudiar la misma carrera que yo, las clases eran difíciles, pero sobre todo, ahora que veo hacia atrás, no contaba con la fortaleza que viene de Dios.

Los primeros dos cuatrimestres pasaron rápidamente, entre las tareas, la adaptación a la vida universitaria y las nuevas amistades. La UCA tenía una característica única: yo sentía que esta  tenía vida propia, una vida que se alimentaba de cada persona que pasaba por la pasarela, cada chavalo jugando futbol en la cancha, cada estudiante que compraba comida en el bar central, o que leía o estudiaba en la biblioteca, pero especialmente de los chavalos de la Pastoral. Un día en la Pasarela fue un un grupo de chavalos de la Pastoral quienes nos interceptaron a mí y a una amiga y nos invitaron a formar parte del Voluntariado Social. No estábamos tan convencidas hasta que don Moisés nos dijo: “¡Qué barbaridad, no sean fariseas, únanse al Voluntariado Social!”. En ese momento nos inscribimos en el proyecto del Hospital La Mascota.

Así es como inicia la gran aventura que ha sido la UCA en mi vida, no académicamente, sino de modo integral. Con el voluntariado inicié mi vida universitaria. Gracias a este espacio del Voluntariado Social, conocí a personas increíbles que poco a poco me fueron acercando a Dios. Yo fui algo dura, no lo voy a negar. Disfrutaba del voluntariado por la parte social y ayudar a los demás, pero no siempre lo ponía de primer lugar y los primeros años no fui la más responsable en asistir a los proyectos. No era consciente de mi relación de amistad con Jesús, pero Él ya se estaba manifestando en las historias de las personas que me acompañaron y con quienes compartí.

A través del voluntariado, también tuve la oportunidad de apoyar a la Oficina de Internacionalización, acompañando a estudiantes extranjeros durante su tiempo en la UCA. Fue en ese momento cuando comprendí la fuerza de una red, en este caso, la red de universidades jesuitas. Así conocí a estudiantes de la Universidad de San Francisco, Universidad de Scranton y de la Universidad de Fairfield. Además, luego tuve la oportunidad de hacer un semestre de intercambio académico en la Pontificia Universidad Javeriana de Cali, Colombia.

Dios fue silencioso, hasta que decidió dejar de serlo, y en unas misiones de Semana Santa me habló clarito. Más que hablarme, me abrazó, me dijo que podía contar con Él, que contaba con su misericordia y que me uniera al proyecto de vida que Él tenía para mí. Es curioso por qué me hizo la invitación, pero no fue hasta un tiempo después que entendí en realidad a que me estaba invitando. Para ese entonces, yo ya era parte de una comunidad ignaciana, pero este encuentro con Jesús me hizo abrazar mucho más a mi comunidad, y verdaderamente agradecer, porque esto, y todo lo que había vivido desde el día uno que entré a la UCA, había sido un regalo.

Actualmente, me encuentro lejos de casa y estando lejos he podido afirmar que ser ignaciana es como tener una nacionalidad, es un adjetivo que une, que representa. No importa donde me encuentre, siempre me puedo describir y reconocer como Nica, pero también, como ignaciana. Nada de esto estaba en mis planes cuando quería aprobar el examen de la UNI.

Por esta razón, aún me sigue doliendo aquel agosto de 2023. Muchos alumnos y ex alumnos perdimos la oportunidad de caminar nuevamente por la pasarela y sentirnos libres. Por lo menos me queda el consuelo de que, mientras lo recordemos, siempre podemos volver a vivirlo

Gracias, UCA.