(Lc 17, 11-19)
El Evangelio de este domingo nos presenta un encuentro sanador, profundamente humano entre Jesús y los diez leprosos. Estos hombres, marcados por la exclusión y el dolor, viven apartados de todos, aislados en su sufrimiento. Sin embargo, al escuchar que Jesús pasa cerca, se atreven a salir a su encuentro. Desde lejos —como la ley les imponía—, alzan la voz y claman: “¡Jesús, Maestro, ten compasión de nosotros!”.
Jesús los mira con ternura, pero no los cura de inmediato. En cambio, les invita a ponerse en camino: “Vayan a presentarse a los sacerdotes”. Esta orden, aparentemente simple, es en realidad un llamado a la fe. Ellos deben confiar en la palabra de Jesús y dar un paso fuera de su encierro. Es en el camino, en ese movimiento de fe, donde acontece el milagro: quedan sanados.
Podemos imaginar la alegría inmensa de verse limpios, de poder volver a la vida, abrazar a los suyos, reintegrarse a la comunidad. Pero el relato no termina allí. De los diez curados, solo uno, un samaritano, regresa. Lo hace “alabando a Dios a grandes gritos” y se postra ante Jesús, rostro en tierra, dándole gracias.
Este gesto de gratitud revela algo más profundo que una simple cortesía: el reconocimiento del don recibido y del donante. El samaritano no solo ha sido sanado en el cuerpo, sino también en el corazón. Ha descubierto en Jesús al Salvador. Por eso Jesús le dice: “Levántate, tu fe te ha salvado”.
El agradecimiento transforma. Quien reconoce el paso de Dios en su vida no puede seguir igual. La gratitud del samaritano lo lleva a volver a Jesús, a vivir desde una nueva relación con Él, no desde el cumplimiento externo de una norma, sino desde una experiencia viva de fe. Su acción es, en el fondo, una confesión de fe: Dios ha actuado en mi vida.
También nosotros hemos experimentado, en distintos momentos, la cercanía sanadora del Señor: una palabra que nos levantó, una reconciliación, una luz en medio de la oscuridad. Pero a menudo, como los nueve leprosos, seguimos nuestro camino sin detenernos a reconocer al Dador de todo bien.
La memoria agradecida, esa capacidad de recordar con gratitud lo que Dios ha hecho, es fuente de conversión. Nos invita a mirar la vida desde el Evangelio, a redescubrir la presencia de Dios en lo cotidiano. Solo desde la gratitud se renueva el corazón, se ensancha la mirada y se aprende a vivir de una manera nueva.
Pidamos al Señor la gracia de un corazón agradecido, capaz de reconocer su paso y de vivir, como el samaritano, alabando a Dios por las maravillas que hace en nosotros. Porque la fe que agradece, es una fe que salva.
P. Carlos López, S.J.