Vigesimoséptimo domingo del tiempo ordinario (Lc 17, 5 -10)
Hay circunstancias en la vida en las que sentimos que la fe se nos queda corta. Entre el trabajo o los exámenes de la universidad, proyectos, dudas sobre el futuro y preguntas vocacionales, pensamos: “si tuviera más fe, todo sería más fácil”. Pero Jesús, en el Evangelio de hoy, nos recuerda algo revolucionario: no se trata de acumular “dosis” de fe como si fueran vitaminas, sino de vivir una fe auténtica, de calidad, que transforme lo cotidiano. Una fe capaz de mover lo imposible, de arrancar raíces viejas y plantar vida nueva en terrenos áridos. En otras palabras, lo importante no es la cantidad de fe si no la calidad. Jesús nos hace una invitación a cuidar dentro de nuestro corazón una fe viva, fuerte y eficaz.
San Ignacio lo entendió bien: la fe no es un concepto abstracto, es experiencia viva. Por eso, en los Ejercicios Espirituales nos invita a “sentir y gustar internamente” la presencia de Dios. No se trata de creer cosas sobre Jesús; lo esencial es creerle a Él, confiar en su palabra, abrirnos a su Espíritu, dejar que su estilo de vida nos contagie y nos marque el rumbo. Para Ignacio la fe es concreta: se prueba en la vida diaria, en las decisiones, en la manera de relacionarnos con los demás y en cómo respondemos a los desafíos del mundo. Por eso, Jesús debe ser el centro de nuestra vida, de nuestra iglesia y de nuestra elección.
Él es lo mejor que tenemos en la Iglesia y lo mejor que podemos ofrecer al mundo. Por eso, la pregunta no es si necesitamos más fe, sino si estamos dispuestos a conocerlo más de cerca; de una manera más viva y concreta, a sintonizar con su proyecto, a recuperar el fuego de los primeros discípulos. Una fe viva no se mide en cantidad, sino en pasión: pasión por Dios y compasión por los más pequeños, los descartados, los que cargan con el peso de la injusticia. Si no es así, nuestra fe seguirá siendo más pequeña que un granito de mostaza. No será capaz de arrancar árboles sólidos y firmes como la higuera o el sicomoro, mucho menos de plantar algo en medio de lo que parece imposible.
¿Más fe? Lo que necesitamos es que nuestra fe se convierta en proyecto de vida. Una fe que despierte nuestra responsabilidad, que nos haga capaces de amar con obras y no solo con palabras. Una fe que nos empuje a preguntarnos: ¿qué más puedo hacer por Cristo y por los demás? Esa es una pregunta que nos abrirá horizontes y nos invitará a soñar en grande. Nuestro corazón realmente necesita una fe centrada en lo esencial, purificada de prejuicios y añadidos artificiales que nos alejan del núcleo del Evangelio. Una fe que no esté fundada en apoyos externos, sino en la presencia viva de Jesús en nuestros corazones y en nuestras comunidades. Porque al final, la fe no es un refugio para escapar de la realidad, sino una fuerza para transformarla. Una chispa que, si la
dejamos arder, puede encender en nosotros la pasión de vivir con sentido, de servir con alegría y de descubrir nuestra verdadera vocación.
P. Daywing Duarte, S.J.